lunes, 6 de octubre de 2008

¡Que buen dia!

Despiértame la alarma y cada mañana se torna más difícil encarar mi supuesta realidad.

Como todos los días, quitarme el edredón de encima y fundirme con el mundo real me agobia. Con lo mucho que me cuesta, me pongo unos vaqueros, unas zapatillas y con la camiseta que ya tengo puesta desde hace dos días, garantizo que no me olvidé las llaves, ni la cartera, ni el puto móvil. Ni lo que queda de mí.

“¿Para que coño me preocupo tanto con el móvil?”
Si recibo un par de llamadas por mes y seguramente de mi madre pidiéndome dinero para sus noches en el bingo y prozac. O de alguna clínica donde estará ingresada. Ingresada porque quiere estar, así se ahorra el dinero de la pensión de mi fallecido bueno padre para más noches y más pastillas.

De camino al trabajo, miro a todas y cada unas de las personas que pasan por mi y muchas veces las odio. Las odio por estaren egoístamente encerradas en un mundo paralelo conformadas con lo nada que poseen. ¿O será yo que vivo en un mundo aparte, siempre en mi búsqueda interminable de mi sitio en este mundo?

Subo al ascensor con Carolina, la secretariecita del boss. Ella no la odio. La doy las gracias por estos tacones y esas tetas, por ese pelo y esa colonia. “Si existe un sitio para mi en el mundo, seria dentro di ti, guapa.”

Entro en la oficina, que huele a café como si fuera la cafetería de Juanito y sigo mi camino mecánicamente hasta mi humilde mesa, donde tengo un ordenador Celeron, un dibujo de Homer Simpsons y una florcita semi-muerta, en plan decoración. Fijándome en cuantas ventanas hay en mi planta es inevitable pensar “Que buen día para morir”

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